jueves, 13 de agosto de 2009

Imre Kertész: la negación del totalitarismo





“…sé que os cuesta admitir que nos gobiernan unos simples criminales.”
Imre Kertész


Con ímpetu, el narrador recuerda una noche clara, en un bosque enfermo y tendente a ralo. Para él, lo importante no es tanto el bosque, ni la noche, sino la difícil conversación que tuvo allí con un filósofo. Recuerda, por eso, que ya antes había tenido esa misma conversación vital con su mujer, y que había sido justamente ésta la que había acabado con su matrimonio. Recuerda también su infancia, su temporada en el infierno en Auschwitz, el día en que conoció a su mujer, el día en que la perdió. En conjunto, más que una novela, el Kaddish por el hijo no nacido de Imre Kertész es un monólogo difícil: las oraciones se extienden en frases subordinadas, por páginas y páginas, sin descanso. No hay puntos y aparte; el hombre se está vaciando. Pero su recuerdo no le atañe únicamente a él: está dirigido a la humanidad entera, y sus reflexiones, y sus preguntas, son como lanzas certeras contra la calma del lector.
Es importante recordar que, cuando, en 1944, las tropas alemanas entraron en Hungría, Imre Kertész tenía 15 años de edad y no era practicante de la religión por la que fue condenado a muerte. O quizá sí lo era: esto carece del todo de importancia porque, luego de Auschwitz, en la persona del mismo nombre que salió hacia la vida, poco quedaba de aquel adolescente que antes había sido. Entonces, con la marca del horror tatuada a modo de cifra en el antebrazo, Kertész comenzaba una nueva vida, en la terrible condición de sobreviviente; terrible, porque ya no habría cabida en ella para la feliz ignorancia. En adelante, tendría que encaminarse hacia la lucidez, hacia la reflexión, hacia la escritura.
No es tanto una conversación, ni siquiera un monólogo, sino una dolorosa catarsis: el filósofo se le acerca en la noche clara, en el bosque enfermo, y le hace una pregunta, sin imaginar cuánto revolvería esa pregunta en su interior. El narrador comienza entonces a hablar, dice “¡no!” y ya no puede detenerse: con una locuacidad para él repugnante, se vacía por completo. Da la impresión de que teme al silencio y, para conjurarlo, lo llena con retazos de memoria, con duras reflexiones: “mientras trabajo, existo, y si no trabajara, quién sabe si existiría”, dice, y su trabajo no es otra cosa que la escritura.
En 1913, muchos años antes de que el escritor húngaro naciera, Franz Kafka anotó en su diario una suerte de confesión con respecto a su relación con la escritura. “El mundo tremendo que tengo en la cabeza”, escribió, “pero cómo liberarme y liberarlo sin que se desgarre y me desgarre. Y es mil veces preferible desgarrarse a retenerlo o encerrarlo dentro de mí. Para eso estoy aquí, esto me resulta perfectamente claro.” En Kertész, como en Kafka, la escritura se torna trabajo, huida, necesidad y desgarramiento. Quizá porque no se conforma, como muchos, con decir que Hitler fue un loco y que el Holocausto es un problema del pueblo alemán, del pueblo judío. Tampoco se conforma con escribir sobre otra cosa, con darle rienda suelta a la imaginación poética para que ésta lo aleje de la realidad. En la totalidad de su obra, Kertész rumia alrededor de lo sucedido, pero no para quedarse en una descripción que recree los horrores, sino para adentrarse en las razones que dieron paso a que éstos sucedieran. La reflexión se impone de este modo sobre la anécdota, colocando al lector en la intemperie del sentido.
El bosque enfermo, el rostro del filósofo, “similar a una masa de levadura ya amasada y apunto de fermentar” y la belleza de su mujer, son los mínimos elementos a partir de los cuales se construye el relato, o más bien, los mínimos elementos que sirven de camino hacia la más descarnada reflexión. El filósofo le hace al narrador una pregunta, él dice ¡no! y ya no puede detenerse: no, no quiso tener hijos, no tuvo hijos, y fue una decisión conciente, que acabó con su matrimonio. Entonces, comienza el monólogo, la escritura atropellada, sin pausa, pero completamente reflexiva. Y el filósofo, el bosque y la mujer van quedando en el olvido en la medida en que la reflexión va tomando cuerpo: el narrador trata de dar explicaciones, de explicarse, porque “es imposible eludir las explicaciones”.


Una errata en la partitura
Una de las cosas que resulta más sorprendente del libro de Kertész es que se trata de una historia sobre Auschwitz en la que no se revive en absoluto el Holocausto, por el contrario, apenas si se menciona el nombre del campo de exterminio. Es bien sabido que, tan pronto como el mundo se enteró de lo que había sucedido en los campos nazis, muchos trataron de comprender lo inefable por medio de la imaginación. De allí que hoy en día contemos con una biblioteca y una cinemateca casi inabarcables, por lo extensas, sobre el tema. Pero, a la vez, son muy pocos los casos en los que conseguimos en ellas algo más allá que la terrible recreación del horror. Con imágenes cada vez más crudas, es decir, cada vez más realistas, entramos de nuevo en el Holocausto, pero no de un modo totalmente reflexivo, porque, al fin y al cabo, casi nunca queda algo más allá del “esto fue lo que pasó”. Justamente, es esa recreación del horror lo que Kertész se prohíbe en su Kaddish.
Al recordar la noche clara en el bosque enfermo, el narrador siente que hay algo errado, atonal, tanto en su interior como a su alrededor. Un poco como si orden del mundo estuviese trastocado: “…aquí también hay algo falso”, dice, “algo que oigo sin cesar como aquellos directores de orquesta capaces de distinguir en seguida que el cuerno inglés, por ejemplo, suena medio tono más alto que el tutti por culpa de una errata que se ha colado en la partitura.” Muchos años antes, a modo de premonición de lo que vendría, Kafka había escrito, en El proceso, lo que podría suceder si la mentira se convertía en el orden del mundo. “…el totalitarismo”, dice el narrador en su monólogo, “es una situación absurda y, por tanto, todas las situaciones que se dan en él son absurdas”. Pero no es posible, según Kertész, quedarse tan sólo con esta explicación: es necesario entender ese absurdo, adentrarse en él y escuchar profundamente la errata en la partitura.


El pez lisiado
Una de las propuestas de la obra de Kertész que resulta más estremecedora es la que tiene que ver con la participación, tanto de las víctimas como de los victimarios, en el totalitarismo. Vale la pena, quizá, recordar un experimento llevado a cabo por un grupo de científicos para ilustrar su propuesta. Fue un experimento sobre los peces de cardumen, esos seres diminutos que están siempre en grupos de más de cien individuos y que, aún así, se mueven de un lado al otro de un modo perfectamente concertado. Los científicos encontraron la glándula que les permitía la orientación y decidieron extirparla a uno de ellos para estudiar su comportamiento. Cuando éste, lisiado ya, regresó al cardumen, estaba completamente extraviado, chocaba contra los otros peces, iba a contra corriente. Entonces, y para sorpresa de los científicos, todos los peces del cardumen decidieron que sus movimientos eran ejemplares, comenzaron a seguirlo e, ignorantes de su condición de lisiado, lo convirtieron en el líder.
Relacionar al pez desorientado con Hitler, tal y como lo hace Carl Amery en su libro sobre Auschwitz, resulta quizá algo evidente. Lo difícil se presenta, sin duda, en el momento en que debemos ver a sus seguidores como el cardumen ignorante tras el lisiado. Difícil, sobre todo, si la comprensión se materializa de la mano de Kertész, puesto que él no nos permite la calma de verlo como un fenómeno pasado. No, Auschwitz no es pasado y no es sólo problema del pueblo alemán, porque Auschwitz no es otra cosa que la concreción de la desmesura perversa del totalitarismo. Y ésta es la idea que al respecto propone Kertész: todos los hombres somos vulnerables, en todo momento, de terminar siguiendo al lisiado.
El narrador del Kaddish recuerda, entonces, una noche en la que escuchó que “Auschwitz no tiene ninguna explicación”. Ante esta propuesta, para él carente de sentido, retoma su monólogo incesante. “…sé que os cuesta admitir que nos gobiernan unos simples criminales”, les dice a quienes se lavan las manos diciendo que no hay explicación, y luego continúa: “pero, claro, cuando un loco o un criminal no acaba en un manicomio, o en la cárcel, sino en la cancillería o en cualquier residencia propia de un gobernante, en seguida os ponéis a buscar en él lo interesante, lo original, lo extraordinario…” Auschwitz sí tiene explicación, porque, como dijo K., el protagonista de El proceso, “todo cuanto es posible ocurre”. Y esto se debe a que cada individuo, según el narrador, se deja arrastrar a ciegas por el lisiado, para no ver al servicio de quién está, ni cuál es “la naturaleza perpetua del poder, del poder perpetuo que no es ni necesario ni innecesario, sino sólo una cuestión de decisión…”


La negación del totalitarismo
No se detiene, el narrador, en su reflexión, y no se compadece de quien lo lee. Poco a poco hace entender a sus lectores que, en el juego terrible del poder, se unen víctimas y victimarios y todos participan para que éste se concrete hasta sus últimas consecuencias. “La sentencia no se pronuncia de golpe, sino que el propio proceso se convierte paulatinamente en sentencia”, recuerda. Y el cardumen, podemos entenderlo, comienza a seguir al lisiado, sin darse cuenta, quizá, para no ver que quien lo gobierna no tiene ya capacidad de orientación. Entonces, el narrador recuerda una noche clara, en un bosque enfermo, donde dijo ¡no! Y su negación, ésa que abre la obra y que continúa repitiéndose cual estribillo hasta el final, se complejiza hasta convertirse, al final, en una negación del poder.
El hombre no tiene hijos, no quiso tenerlos, y fue ésta una decisión conciente. En un principio, los lectores sentimos que se negó a tenerlos para evitarles el sufrimiento; por temor, quizá, a que vivieran en un mundo en el que “los alemanes podían volver en cualquier momento”. Pero, luego, él mismo desmiente esta posibilidad para arrastrarnos a la intemperie: allí donde somos todos responsables, allí donde Auschwitz es algo mucho más terrible que lo que trata de demostrarse en algunas películas, de las tantas que se han rodado, en las que se afanan en recrear las torturas hasta la última gota de sangre. Entendemos así que su negativa a tener hijos no es otra cosa que una metáfora, en una escala mucho menor, de su negativa al totalitarismo: “no, nunca podré ser padre, destino, dios de otra persona…”, dice.
Con esta negativa, el narrador nos cuestiona en lo profundo, porque nos hace entender que el totalitarismo nos concierne a todos, y todos, oscuramente, terminamos participando de él. “…desde hace tiempo ya sólo necesitamos un único demonio para dar rienda suelta a nuestros deseos más repugnantes”, afirma, “un demonio, claro, dispuesto a creer que el demonio es él, a cargar con todo nuestro demonismo a cuestas como un Anticristo con la Cruz de Hierro y a no escapar astutamente a nuestras zarpas para ahorcarse antes de tiempo como lo hizo Stavroguin”. Valga comentar que no por azar recuerda Kertész al héroe de los Demonios de Dostoyevski en su Kaddish: de un mundo como el de Nikolai Stavroguin, no existe la posibilidad de salir ileso.


Una fosa en las nubes
El problema del totalitarismo no es únicamente la naturaleza perversa que se impone en el gobernante, entonces, sino también la libertad que esto significa para cada individuo: libertad de dejar salir sus propios demonios. Y una vez que un pueblo ha sido tomado por los demonios, el camino de regreso al orden es una cuesta difícil de sortear. Para el narrador, de hecho, no hay camino de regreso de la lucidez: el hombre que recuerda una noche clara en un bosque enfermo es incapaz de olvidar todo cuanto ha visto, todo cuanto ha sufrido. Y no es su intención hacerlo. Su escritura es, a la vez que una necesidad, el único acto de honestidad del que se siente capaz: “vivimos para saber y para recordar y tal vez, incluso con toda probabilidad y hasta casi con total seguridad, sabemos y recordamos para que alguien se avergüence de nosotros ya que nos ha creado, sí, recordamos para él, exista o no exista, porque al cabo da igual que exista o no, lo esencial es que alguien –quienquiera que sea – se avergüence de nosotros y (quizá) por nosotros”.
El narrador escribe desde lo que hay de condena en el saber, al modo de un trabajador forzado que cava su propia tumba. Escribe con palabras que son “las nubes en que cavo mi tumba con el bolígrafo, con la aplicación de un trabajador forzado llamado día a día por un silbido para que hinque más hondo su pala, para que toque más sombríamente el violín y más dulcemente a la muerte”. El Kaddish por el hijo no nacido es, en definitiva, un desgarramiento: “¿puede alguien”, se pregunta J.M. Coetzee en boca de su Elizabeth Costello, “adentrarse tanto en el bosque de los horrores nazis y salir intacto?” Imposible, sin duda. Sin embargo, es nuestra responsabilidad hacerlo, incluso a sabiendas del modo desalentador con el que Kertész termina su monólogo, pidiendo sumergirse: “¡Dios mío! /déjame sumergirme /de aquí a la eternidad. Amén”. Después de todo, Kertész escribe para la memoria, para que alguien se avergüence por nosotros. Y, quizá también, con suerte, para avisar al cardumen: para hacerlo reflexionar y evitar que el lisiado se convierta de nuevo en el guía, que la mentira se convierta de nuevo en el orden del mundo.

1 comentario:

  1. Muy bien escrito y muy lúcido, Erika. Me gusta mucho leerte. Un beso.

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