jueves, 13 de agosto de 2009

Imre Kertész: la negación del totalitarismo





“…sé que os cuesta admitir que nos gobiernan unos simples criminales.”
Imre Kertész


Con ímpetu, el narrador recuerda una noche clara, en un bosque enfermo y tendente a ralo. Para él, lo importante no es tanto el bosque, ni la noche, sino la difícil conversación que tuvo allí con un filósofo. Recuerda, por eso, que ya antes había tenido esa misma conversación vital con su mujer, y que había sido justamente ésta la que había acabado con su matrimonio. Recuerda también su infancia, su temporada en el infierno en Auschwitz, el día en que conoció a su mujer, el día en que la perdió. En conjunto, más que una novela, el Kaddish por el hijo no nacido de Imre Kertész es un monólogo difícil: las oraciones se extienden en frases subordinadas, por páginas y páginas, sin descanso. No hay puntos y aparte; el hombre se está vaciando. Pero su recuerdo no le atañe únicamente a él: está dirigido a la humanidad entera, y sus reflexiones, y sus preguntas, son como lanzas certeras contra la calma del lector.
Es importante recordar que, cuando, en 1944, las tropas alemanas entraron en Hungría, Imre Kertész tenía 15 años de edad y no era practicante de la religión por la que fue condenado a muerte. O quizá sí lo era: esto carece del todo de importancia porque, luego de Auschwitz, en la persona del mismo nombre que salió hacia la vida, poco quedaba de aquel adolescente que antes había sido. Entonces, con la marca del horror tatuada a modo de cifra en el antebrazo, Kertész comenzaba una nueva vida, en la terrible condición de sobreviviente; terrible, porque ya no habría cabida en ella para la feliz ignorancia. En adelante, tendría que encaminarse hacia la lucidez, hacia la reflexión, hacia la escritura.
No es tanto una conversación, ni siquiera un monólogo, sino una dolorosa catarsis: el filósofo se le acerca en la noche clara, en el bosque enfermo, y le hace una pregunta, sin imaginar cuánto revolvería esa pregunta en su interior. El narrador comienza entonces a hablar, dice “¡no!” y ya no puede detenerse: con una locuacidad para él repugnante, se vacía por completo. Da la impresión de que teme al silencio y, para conjurarlo, lo llena con retazos de memoria, con duras reflexiones: “mientras trabajo, existo, y si no trabajara, quién sabe si existiría”, dice, y su trabajo no es otra cosa que la escritura.
En 1913, muchos años antes de que el escritor húngaro naciera, Franz Kafka anotó en su diario una suerte de confesión con respecto a su relación con la escritura. “El mundo tremendo que tengo en la cabeza”, escribió, “pero cómo liberarme y liberarlo sin que se desgarre y me desgarre. Y es mil veces preferible desgarrarse a retenerlo o encerrarlo dentro de mí. Para eso estoy aquí, esto me resulta perfectamente claro.” En Kertész, como en Kafka, la escritura se torna trabajo, huida, necesidad y desgarramiento. Quizá porque no se conforma, como muchos, con decir que Hitler fue un loco y que el Holocausto es un problema del pueblo alemán, del pueblo judío. Tampoco se conforma con escribir sobre otra cosa, con darle rienda suelta a la imaginación poética para que ésta lo aleje de la realidad. En la totalidad de su obra, Kertész rumia alrededor de lo sucedido, pero no para quedarse en una descripción que recree los horrores, sino para adentrarse en las razones que dieron paso a que éstos sucedieran. La reflexión se impone de este modo sobre la anécdota, colocando al lector en la intemperie del sentido.
El bosque enfermo, el rostro del filósofo, “similar a una masa de levadura ya amasada y apunto de fermentar” y la belleza de su mujer, son los mínimos elementos a partir de los cuales se construye el relato, o más bien, los mínimos elementos que sirven de camino hacia la más descarnada reflexión. El filósofo le hace al narrador una pregunta, él dice ¡no! y ya no puede detenerse: no, no quiso tener hijos, no tuvo hijos, y fue una decisión conciente, que acabó con su matrimonio. Entonces, comienza el monólogo, la escritura atropellada, sin pausa, pero completamente reflexiva. Y el filósofo, el bosque y la mujer van quedando en el olvido en la medida en que la reflexión va tomando cuerpo: el narrador trata de dar explicaciones, de explicarse, porque “es imposible eludir las explicaciones”.


Una errata en la partitura
Una de las cosas que resulta más sorprendente del libro de Kertész es que se trata de una historia sobre Auschwitz en la que no se revive en absoluto el Holocausto, por el contrario, apenas si se menciona el nombre del campo de exterminio. Es bien sabido que, tan pronto como el mundo se enteró de lo que había sucedido en los campos nazis, muchos trataron de comprender lo inefable por medio de la imaginación. De allí que hoy en día contemos con una biblioteca y una cinemateca casi inabarcables, por lo extensas, sobre el tema. Pero, a la vez, son muy pocos los casos en los que conseguimos en ellas algo más allá que la terrible recreación del horror. Con imágenes cada vez más crudas, es decir, cada vez más realistas, entramos de nuevo en el Holocausto, pero no de un modo totalmente reflexivo, porque, al fin y al cabo, casi nunca queda algo más allá del “esto fue lo que pasó”. Justamente, es esa recreación del horror lo que Kertész se prohíbe en su Kaddish.
Al recordar la noche clara en el bosque enfermo, el narrador siente que hay algo errado, atonal, tanto en su interior como a su alrededor. Un poco como si orden del mundo estuviese trastocado: “…aquí también hay algo falso”, dice, “algo que oigo sin cesar como aquellos directores de orquesta capaces de distinguir en seguida que el cuerno inglés, por ejemplo, suena medio tono más alto que el tutti por culpa de una errata que se ha colado en la partitura.” Muchos años antes, a modo de premonición de lo que vendría, Kafka había escrito, en El proceso, lo que podría suceder si la mentira se convertía en el orden del mundo. “…el totalitarismo”, dice el narrador en su monólogo, “es una situación absurda y, por tanto, todas las situaciones que se dan en él son absurdas”. Pero no es posible, según Kertész, quedarse tan sólo con esta explicación: es necesario entender ese absurdo, adentrarse en él y escuchar profundamente la errata en la partitura.


El pez lisiado
Una de las propuestas de la obra de Kertész que resulta más estremecedora es la que tiene que ver con la participación, tanto de las víctimas como de los victimarios, en el totalitarismo. Vale la pena, quizá, recordar un experimento llevado a cabo por un grupo de científicos para ilustrar su propuesta. Fue un experimento sobre los peces de cardumen, esos seres diminutos que están siempre en grupos de más de cien individuos y que, aún así, se mueven de un lado al otro de un modo perfectamente concertado. Los científicos encontraron la glándula que les permitía la orientación y decidieron extirparla a uno de ellos para estudiar su comportamiento. Cuando éste, lisiado ya, regresó al cardumen, estaba completamente extraviado, chocaba contra los otros peces, iba a contra corriente. Entonces, y para sorpresa de los científicos, todos los peces del cardumen decidieron que sus movimientos eran ejemplares, comenzaron a seguirlo e, ignorantes de su condición de lisiado, lo convirtieron en el líder.
Relacionar al pez desorientado con Hitler, tal y como lo hace Carl Amery en su libro sobre Auschwitz, resulta quizá algo evidente. Lo difícil se presenta, sin duda, en el momento en que debemos ver a sus seguidores como el cardumen ignorante tras el lisiado. Difícil, sobre todo, si la comprensión se materializa de la mano de Kertész, puesto que él no nos permite la calma de verlo como un fenómeno pasado. No, Auschwitz no es pasado y no es sólo problema del pueblo alemán, porque Auschwitz no es otra cosa que la concreción de la desmesura perversa del totalitarismo. Y ésta es la idea que al respecto propone Kertész: todos los hombres somos vulnerables, en todo momento, de terminar siguiendo al lisiado.
El narrador del Kaddish recuerda, entonces, una noche en la que escuchó que “Auschwitz no tiene ninguna explicación”. Ante esta propuesta, para él carente de sentido, retoma su monólogo incesante. “…sé que os cuesta admitir que nos gobiernan unos simples criminales”, les dice a quienes se lavan las manos diciendo que no hay explicación, y luego continúa: “pero, claro, cuando un loco o un criminal no acaba en un manicomio, o en la cárcel, sino en la cancillería o en cualquier residencia propia de un gobernante, en seguida os ponéis a buscar en él lo interesante, lo original, lo extraordinario…” Auschwitz sí tiene explicación, porque, como dijo K., el protagonista de El proceso, “todo cuanto es posible ocurre”. Y esto se debe a que cada individuo, según el narrador, se deja arrastrar a ciegas por el lisiado, para no ver al servicio de quién está, ni cuál es “la naturaleza perpetua del poder, del poder perpetuo que no es ni necesario ni innecesario, sino sólo una cuestión de decisión…”


La negación del totalitarismo
No se detiene, el narrador, en su reflexión, y no se compadece de quien lo lee. Poco a poco hace entender a sus lectores que, en el juego terrible del poder, se unen víctimas y victimarios y todos participan para que éste se concrete hasta sus últimas consecuencias. “La sentencia no se pronuncia de golpe, sino que el propio proceso se convierte paulatinamente en sentencia”, recuerda. Y el cardumen, podemos entenderlo, comienza a seguir al lisiado, sin darse cuenta, quizá, para no ver que quien lo gobierna no tiene ya capacidad de orientación. Entonces, el narrador recuerda una noche clara, en un bosque enfermo, donde dijo ¡no! Y su negación, ésa que abre la obra y que continúa repitiéndose cual estribillo hasta el final, se complejiza hasta convertirse, al final, en una negación del poder.
El hombre no tiene hijos, no quiso tenerlos, y fue ésta una decisión conciente. En un principio, los lectores sentimos que se negó a tenerlos para evitarles el sufrimiento; por temor, quizá, a que vivieran en un mundo en el que “los alemanes podían volver en cualquier momento”. Pero, luego, él mismo desmiente esta posibilidad para arrastrarnos a la intemperie: allí donde somos todos responsables, allí donde Auschwitz es algo mucho más terrible que lo que trata de demostrarse en algunas películas, de las tantas que se han rodado, en las que se afanan en recrear las torturas hasta la última gota de sangre. Entendemos así que su negativa a tener hijos no es otra cosa que una metáfora, en una escala mucho menor, de su negativa al totalitarismo: “no, nunca podré ser padre, destino, dios de otra persona…”, dice.
Con esta negativa, el narrador nos cuestiona en lo profundo, porque nos hace entender que el totalitarismo nos concierne a todos, y todos, oscuramente, terminamos participando de él. “…desde hace tiempo ya sólo necesitamos un único demonio para dar rienda suelta a nuestros deseos más repugnantes”, afirma, “un demonio, claro, dispuesto a creer que el demonio es él, a cargar con todo nuestro demonismo a cuestas como un Anticristo con la Cruz de Hierro y a no escapar astutamente a nuestras zarpas para ahorcarse antes de tiempo como lo hizo Stavroguin”. Valga comentar que no por azar recuerda Kertész al héroe de los Demonios de Dostoyevski en su Kaddish: de un mundo como el de Nikolai Stavroguin, no existe la posibilidad de salir ileso.


Una fosa en las nubes
El problema del totalitarismo no es únicamente la naturaleza perversa que se impone en el gobernante, entonces, sino también la libertad que esto significa para cada individuo: libertad de dejar salir sus propios demonios. Y una vez que un pueblo ha sido tomado por los demonios, el camino de regreso al orden es una cuesta difícil de sortear. Para el narrador, de hecho, no hay camino de regreso de la lucidez: el hombre que recuerda una noche clara en un bosque enfermo es incapaz de olvidar todo cuanto ha visto, todo cuanto ha sufrido. Y no es su intención hacerlo. Su escritura es, a la vez que una necesidad, el único acto de honestidad del que se siente capaz: “vivimos para saber y para recordar y tal vez, incluso con toda probabilidad y hasta casi con total seguridad, sabemos y recordamos para que alguien se avergüence de nosotros ya que nos ha creado, sí, recordamos para él, exista o no exista, porque al cabo da igual que exista o no, lo esencial es que alguien –quienquiera que sea – se avergüence de nosotros y (quizá) por nosotros”.
El narrador escribe desde lo que hay de condena en el saber, al modo de un trabajador forzado que cava su propia tumba. Escribe con palabras que son “las nubes en que cavo mi tumba con el bolígrafo, con la aplicación de un trabajador forzado llamado día a día por un silbido para que hinque más hondo su pala, para que toque más sombríamente el violín y más dulcemente a la muerte”. El Kaddish por el hijo no nacido es, en definitiva, un desgarramiento: “¿puede alguien”, se pregunta J.M. Coetzee en boca de su Elizabeth Costello, “adentrarse tanto en el bosque de los horrores nazis y salir intacto?” Imposible, sin duda. Sin embargo, es nuestra responsabilidad hacerlo, incluso a sabiendas del modo desalentador con el que Kertész termina su monólogo, pidiendo sumergirse: “¡Dios mío! /déjame sumergirme /de aquí a la eternidad. Amén”. Después de todo, Kertész escribe para la memoria, para que alguien se avergüence por nosotros. Y, quizá también, con suerte, para avisar al cardumen: para hacerlo reflexionar y evitar que el lisiado se convierta de nuevo en el guía, que la mentira se convierta de nuevo en el orden del mundo.

miércoles, 12 de agosto de 2009

El honor de admirar



(foto de Mario Morenza)
todo cuanto hemos aprendido lo asimilamos
en gran parte gracias a la manera en que se nos dio
la oportunidad de aprenderlo”.
María Fernanda Palacios


“Honor a quien honor merece”, exclamó Vincenzo Piero Lo Mónaco, decano de la Facultad de Humanidades y Educación, y del Paraninfo universitario se apoderó un silencio de profundo asentimiento. En efecto, tras cinco años de estudios y otros tantos de especialización, cualquier persona tiene la oportunidad de devenir profesor; pero, para convertirse en un maestro, como María Fernanda Palacios y Guillermo Sucre, como Rafael López-Pedraza y Adriano González León, sin duda hace falta algo más. George Steiner, otro gran maestro de la literatura, define ese algo más como “el misterio de la transmisión”. No solamente el hecho de que alguien se vea llamado a transmitir, sino, sobre todo, al hecho de que, gracias a los puentes que sabe tender Eros, esa transmisión se dé. Al salir de las clases de María Fernanda y de Guillermo, de López y de Adriano, como los llamamos sus alumnos, siempre tenemos la sensación, no tanto de que hemos adquirido un conocimiento, sino de que hemos vivido. La vida y la literatura, en ellos y en nosotros, se funden en un aprendizaje distinto, un aprendizaje de vida.
En este momento considero necesario hacer una pequeña confesión. A mí, como alumna (¿debería decir “discípula”?) de María Fernanda y de Guillermo, me resulta cuesta arriba escribir estas líneas de un modo “objetivo”. Entre mis recuerdos más preciados está aquella noche en la que, al salir de clase, Guillermo, cigarro en mano y con voz queda, me comentó que Albert Camus había llamado a su libro El extranjero porque trataba de un extrañamiento del hombre en el mundo: “palabra que a Cortázar le gustaría mucho”. Y a María Fernanda, mi tutora en el sentido más profundo de la palabra, le debo mi manera de leer, incluso en buena parte mi manera de acercarme a la vida. Lo mismo me sucede con López y con Adriano porque, si bien nunca tuve la oportunidad de asistir a sus clases, a través de sus textos y de las historias que he escuchado en el pasillo de la Escuela de Letras se ha generado una indudable proximidad. Recuerdo, especialmente, la mirada emocionada de mi amigo, Mario Morenza, al contarme que al final de todas sus clases, Adriano recitaba largos poemas de memoria; así como ese prólogo en el que María Fernanda recuerda las clases de mitología de los viernes, a cargo de López. Probablemente, esta confesión de subjetividad puede servir de puente para recordar que la relación maestro-discípulo parte de una cercanía, de una intimidad que siempre deviene en admiración. En definitiva, lo que sucede en las clases con Adriano, con López, con María Fernanda y con Guillermo es que todos, como Odiseo en su viaje, “hacemos alma”: incluso ellos, nuestros queridos maestros, porque saben muy bien que la literatura no se enseña sino que ella nos enseña.
Fue Jorge Luis Borges quien afirmó que el escritor busca siempre “no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”. En la actualidad, muchos teóricos y profesores de literatura sienten que un lenguaje enrevesado es muestra de conocimiento y, por eso, se hacen de él como el náufrago se hace de algún pedazo de madera. Pero para nuestros maestros, la búsqueda, como la de Borges, siempre ha sido la opuesta. Sólo a través de esa “modesta y secreta complejidad” con la que se cargan sus lenguajes precisos, claros, puede lograrse el verdadero fin de quien ha dedicado su vida a la literatura: servir de puente entre ella y la vida. Y ese mismo tono fresco, secreta y modestamente complejo, de sus clases, se refleja en cada uno de sus textos. Es por eso, sin duda, que los libros de María Fernanda, de López, de Guillermo y de Adriano, se han convertido en una referencia obligada en el estudio de la literatura.
Gracias a ellos hemos comprendido, entonces, que, como apunta Nemer Ibn El Barud, en literatura, “una respuesta es, generalmente, una pregunta compartida”. En la mayoría de los casos, más que tratar de dilucidar un misterio, es necesario aprender a leerlo como tal: “vivir en el misterio: frase redundante”, diría otro Doctor Honoris Causa de la Universidad Central, el poeta Rafael Cadenas. Es por eso, quizá, que más valdría quedarse con el misterio de ese algo más que siempre surge en el encuentro con estos maestros que tratar de describirlo hasta agotarlo. En especial porque, a fin de cuentas, ese algo más pasa, necesariamente, por uno de los legados más hermosos que han dejado impresos nuestros maestros en nosotros: el honor de admirar. En estos tiempos de crisis, en los que las instituciones están perdiéndose, en los que se apela al olvido, también, para no reconocer a los hombres y a las mujeres notables, no hay regalo más preciado que la admiración. Por eso, en esta ocasión, el Papel Literario al honrar a nuestros queridos maestros, se honra.

El Dostoyevski de Isaiah Berlin





El 22 de diciembre de 1849 Fiódor M. Dostoyevski, junto a un grupo de hombres acusados como él de revolucionarios, esperaba su turno en el cadalso: en menos de cinco minutos iba a ser fusilado por decreto del Zar. En ese momento, Dostoyevski tenía 28 años de edad y aún no había escrito ninguna de sus obras capitales. Como le sucedería a cualquier persona condenada a muerte, él no logró entender en un principio a qué se referían sus verdugos con la palabra “indulto”, ni con la nueva condena a trabajos forzados en Siberia que se le imponía. Toda la angustia de aquellos instantes previos al disparo, que lo marcaría necesariamente por el resto de su vida, quedaría inmortalizada, años más tarde, en El idiota. “Hay que tener presente”, dice en ella Dostoyevski, por medio del príncipe Mischkin, “que el dolor principal, el más fuerte, es posible que no esté en las heridas, sino en que sabes de fijo, ¿quién sabe eso de fijo?, que dentro de una hora, luego dentro de diez minutos, luego dentro de medio minuto, luego ahora, ahora mismo, el alma se te escapará del cuerpo y ya dejarás de ser hombre”. Según Isaiah Berlin, fue ese dolor principal, junto con el sufrimiento posterior en sus años de Siberia, el que llevó a Dostoyevski a desligarse por completo de las ideas revolucionarias que en su juventud había defendido.
Es interesante recordar que una parte importante de las personas que han relacionado a Dostoyevski con los orígenes de la Revolución de Octubre lo han hecho apelando únicamente a sus obras literarias. El ejemplo más notable quizá sea el de Bertrand Rusell quien, explicando la Revolución a Laddy Ottoline, comentó alguna vez que, a pesar de lo aterrador del despotismo bolchevique, quizá fuera éste el tipo de gobierno más adecuado para Rusia; y luego concluyó explicando que esto se puede entender “si se pregunta cómo gobernar a los personajes de Dostoyevski”. Pero en esta suerte de extravío quijotesco, en el que la vida y la literatura son una misma cosa, suele olvidarse la participación de Dostoyevski en los grupos de la intelligentsia, y más precisamente en el círculo de Petraschesvkii. Isaiah Berlin, en su libro Pensadores rusos, no deja de lado esta parte biográfica del autor, aún cuando en su obra Demonios, Dostoyevski terminó separándose absolutamente, de un modo crítico y mordaz, de la revolución que se pedía a gritos a finales de siglo en las calles de Moscú y de San Petersburgo.

La intelligentsia
La razón por la que Berlin incluye a Dostoyevski en su grupo de pensadores rusos para hablar de la Revolución de Octubre tiene que ver con su propuesta de que los antecedentes de la misma se remontan a principios del siglo XIX, a los años de la intelligentsia, y aún más atrás, al reinado, entre 1672 y 1725, de Pedro el Grande. En efecto, fue Pedro el Grande quien decidió promover la formación de una élite moderna y cosmopolita en Rusia, por medio de la creación de un decreto oficial que obligara a los hijos de la nobleza a estudiar en Europa. De este modo, con el pasar de los años se fue creando en Rusia un grupo minoritario de hombres cultos que tenían que convivir con la masiva ignorancia y la terrible miseria en la que se hallaban sumidos los siervos. Y, en adelante, esta escisión no haría otra cosa que incrementarse, en especial con la llegada de los gobiernos zaristas represivos que siguieron al de Pedro el Grande. Fue por esto, como afirma Berlin, que surgieron en Rusia los primeros aires revolucionarios: “entre opresores y oprimidos”, recuerda en su libro, “existía una pequeña clase culta, casi toda de lengua francesa, consciente de la enorme brecha entre el modo en que podía vivirse la vida, o se vivía en Occidente, y el modo en que vivían las masas rusas”. Necesariamente, esa pequeña clase educada y liberal, surgida de las clases nobles e influida por el clima revolucionario de Europa, se sintió obligada a buscar soluciones en nombre de los siervos. Y así, en 1830, nació la intelligentsia.
Según Isaiah Berlin, los miembros de la intelligentsia se sentían unidos por algo más que un simple interés por las ideas: “se consideraban como una orden dedicada casi como un sacerdocio seglar, consagrado a difundir una actitud específica ante la vida, algo parecido a un Evangelio”. Y, en sus reuniones, solían discutir las más elevadas ideas sobre el futuro de Rusia, todas las cuales incluían el derrocamiento del Zar. Dostoyevski comenzó a participar de las ideas de la intelligentsia tan pronto como empezó a frecuentar el círculo de Petraschsevskii y terminó siendo condenado a muerte por leer en voz alta una carta abierta que Belinsky escribió a Gogol. Por supuesto, no se trataba de una carta cualquiera: en ella, según explica Berlin, Belinsky hacia un ataque “excepcionalmente elocuente e iracundo” al régimen.
En ese momento, ni Dostoyevski ni los miembros principales de la intelligentsia podían imaginar que sus elevadas ideas darían paso a la posterior destrucción revolucionaria. Pero ésta fue, justamente, la consecuencia directa de aquellas “inocentes” reuniones de intelectuales: según Berlin, estos pensadores y escritores, “pusieron en movimiento ideas destinadas a surtir efectos cataclísmicos no sólo en Rusia, sino mucho más allá de sus fronteras”.

Una novela-panfleto
En 1870, Dostoyevski envió una carta a su editor, Nikolai Strájov, en la que dibujaba un primer esbozo de lo que sería su próxima novela. “…no me refiero a la parte artística sino a la tendencia”, le escribió en ella a modo de confesión, “quiero expresar ciertas ideas aunque se vaya a pique todo lo artístico. Las ideas que se han ido acumulando en mi cabeza y en mi corazón reclaman salida; aunque solo resulte un panfleto, diré allí todo lo que tengo en el alma”. En ese momento, los años de la intelligentsia habían quedado atrás y, en su lugar, los jóvenes radicales, cansados de las discusiones teóricas y guiados por actitudes como el nihilismo o la anarquía, habían comenzado a destruir y blasfemar buscando cambios inmediatos: los efectos cataclísmicos de las ideas en movimiento habían comenzado a hacerse sentir en las calles. Ya desde ese entonces podía intuirse la futura Revolución. Dostoyevski, ante el horror de ver cómo estos grupos radicales habían tomado las elevadas ideas de la intelligentsia para servirse de ellas en su terrorismo, se vio llamado por la necesidad a escribir sobre los “demonios” de la revolución.
Pero en su obra Demonios, si bien Dostoyevski habla de esas ideas que “tiene en el alma”, no lo hace quedándose en la descripción abstracta de las mismas, sino que nos presenta al hombre que las encarna. Es por esto que André Gide comentó que las obras de Dostoyevski, aún siendo tan densas de pensamiento, “no son nunca abstractas, sino novelas” lo que las convierte, de inmediato, en “los libros más palpitantes de vida” que él conoció. Dostoyevski, en Demonios, nos brinda el momento en que esas ideas entran en la vida de los hombres y se convierten en fuente de pathos, esto es: cuando salen del terreno conceptual y tienen que compartir el espacio de los afectos y de la vida de un hombre. Así, su novela-panfleto terminó por convertirse más bien en una novela del alma.

La idea robada, el drama dostoyevskiano
El viejo intelectual Stepán Trofímovich no es, ni remotamente, el personaje principal de Demonios; sin embargo, es su historia la que abre la novela, ocupando toda la primera parte de la misma. Al igual que Berlin, Dostoyevski sintió la necesidad de comenzar su relato sobre los jóvenes radicales de los años 70 remontándose a la historia de la intelligentsia, encarnada por él en esa figura lastimera del olvidado Stepán. Sin embargo, esa intelligentsia que muchos años más tarde recrearía Berlin con cierta reverencia, está representada por Dostoyevski, en la figura de Stepán, de un modo un tanto burlesco. En efecto, el tono con que el narrador nos relata los pormenores de su vida responde a una suerte de parodia: Stepán, dice el narrador, había tenido “un minutillo” de gloria y reconocimiento pero, para el momento de los acontecimientos de la obra, había decaído hasta convertirse en un “carcamal” como consecuencia de la aparición de las “nuevas ideas”.
Estas “nuevas ideas” serán encarnadas por Piotr, el hijo de Stepán, líder de los “demonios”. En la obra, la relación que Dostoyevski nos presenta entre el padre y el hijo termina por trascender lo individual y pasa a representar la lucha de generaciones de la Rusia de finales de siglo: la lucha entre los viejos hombres idealistas que algún día compartieron las ideas de la intelligentsia y los jóvenes radicales, dispuestos a derramar sangre en busca de cambios inmediatos. Este drama generacional era el que Dostoyevski se proponía a representar en un principio, en los primeros esbozos de su novela. Pero, como veremos, éste fue cediendo el espacio protagónico de la obra a otro drama distinto, con la inclusión de un misterioso personaje llamado Nikolai Stavroguin.
A pesar de que Stavroguin se colocará en el centro de la obra, el drama subyacente de la lucha generacional no desaparecerá; en efecto, Stepán se convertirá en su tutor. Por esto, a pesar de que la obra en su totalidad es bastante compleja y no puede minimizarse en una única explicación, podemos afirmar que esa idea de la intelligentsia “robada” por los jóvenes radicales forma parte del centro de la obra. En efecto, el narrador comenta al principio del relato que Stepán solía exclamar, en arrebatos de inspiración, lo siguiente: “Oh amigo mío, no puede usted figurarse qué pena y qué rabia se apoderan de su alma cuando lleva usted mucho tiempo venerando una gran idea y vienen de pronto y se la roban a usted unos ignorantes y la lanzan, con otros necios como ellos, a la calle y allí se la encuentra usted, de pronto, expuesta a todos los golpes, sin pizca de respeto, caída en el fango, abandonada en un rincón, falta de proporción, de armonía, juguete de estúpidos chicos!”
En su obra, Dostoyevski no se queda con una simple recreación de lo que sucedía en esos años, sino que se adentra de modo reflexivo en esa gran contradicción que existe entre las ideas y las acciones. Stepán es un hombre idealista, que de tanto vivir en las alturas de sus ideas, termina incapacitado para la vida práctica, cotidiana. Su opuesto absoluto está representado en su hijo Piotr, quien, interesado en la acción inmediata, resulta incapaz de entregarse a la reflexión previa. Así, Dostoyevski nos presenta en el padre y el hijo a los dos tipos de revolucionarios: el intelectual y el actor, ambos perdidos en los extremos radicales de su carácter.

El vacío de la revolución
En una carta que envió a Káktov, Dostoyevski comentó que el personaje de Piotr se le antojaba “medio grotesco” porque, aunque aparecía “en el primer plano de la acción” no era “sino algo secundario dentro de la acción de otra personalidad” que debía considerarse “como el verdadero protagonista de la obra”. Se refería, por supuesto a Nikolai Stavroguin. Fue Nikolai Berdiaiev quien comentó en alguna ocasión que las novelas de Dostoyevski se estructuraban alrededor de una figura central hacia la cual confluían todos los otros personajes. Según su propuesta, esta figura terminaba por ejercer su influencia sobre los demás personajes, constituyéndose en el enigma que todos procuraban conocer. Esto es, exactamente, lo que sucede con el personaje de Stavroguin en Demonios.
En un principio, cuando Dostoyevski comenzó a esbozar su novela-panfleto, toda la trama iba a girar únicamente en torno al personaje de Piotr. Sin duda, fue gracias a la inclusión del personaje de Stavroguin que la obra terminó de tomar forma y se convirtió en el clásico que es hoy en día. Junto con Stavroguin, a la obra entró el misterio, el eros y el mal. Todas las mujeres de la obra gravitan en torno suyo, sólo existen porque él existe. Por esto, de no haber sido incluido Stavroguin, la obra de los demonios trataría únicamente sobre la revolución; gracias a él, fue lo panfletario lo que terminó “yéndose a pique”. Pero a Isaiah Berlin, en su libro sobre pensadores rusos, lógicamente le interesa menos toda la complejidad artística que logra Dostoyevski con la extensa gama de personajes que incluye en su obra que la crítica que en ella hace sobre la revolución. Y en ésta también participa, necesariamente, Stavroguin.
La obra en su totalidad gira en torno a las conspiraciones revolucionarias que llevan a cabo los “demonios”: el grupo de jóvenes radicales que generan la destrucción en la ciudad de provincia donde se desarrollan los acontecimientos. Piotr se yergue desde el comienzo como el cabecilla del grupo de hombres que desvirtúan el legado de Stepán y que están dispuestos a cortar cabezas en nombre del “bien de la humanidad”. Sin embargo, como lo van demostrando los hechos, a pesar de que todos claman por los cambios revolucionarios y se prestan para la destrucción e incluso para el asesinato, ninguno de estos hombres tiene una verdadera noción de lo que hace, ni de la razón por la cual lo hace. Todos saben, como hace notar uno de ellos, que Stavroguin está de un modo misterioso en el centro de la acción, y todos saben también que deben obedecer (y temer) a Piotr. Eso es todo: Dostoyevski no tendrá el menor reparo en demostrarnos el vacío y el ridículo que se esconde tras la palabra “revolución”.
Y, en efecto, es justamente este vacío el que termina evidenciándose en el momento en el que Piotr devela su “idea”. En ese punto, la destrucción es inevitable: todos, excepto Stavroguin, han caído en las redes de Piotr. Y entonces éste confiesa el verdadero plan que se escondía tras esa promesa de bienestar para la humanidad: derrocar al zar y colocar en su lugar a Stavroguin, un nuevo zar, un impostor. Ni más ni menos que eso: quitarle el poder a quien lo ostentaba para agarrarlo para sí. Ese era el verdadero cambio por el que, engañados, lucharon los “demonios”. Varios años después de la muerte de Dostoyevski, los bolcheviques materializarían la idea de Piotr: tal y como lo han hecho todos los “revolucionarios” en la historia.

El Dostoyevski de Isaiah Berlin
En su libro sobre los pensadores rusos, Berlin comenta que Dostoyevski “llegó a detestar toda forma de radicalismo y socialismo (y de secularismo, en general), por lo que claramente trató de minimizar su participación, e hizo una célebre caricatura de la conspiración revolucionaria”. Se refiere, por supuesto, a Demonios. Como vemos, Berlin se limita a narrar este hecho: no toma partido, y tampoco deja de tomarlo, por la nueva postura de Dostoyevski. Sin embargo, guiado por su carácter de hombre liberal, Berlin deja entrever en sus palabras una absoluta simpatía por el autor de la caricatura de la conspiración. Después de todo, tanto Berlin como Dostoyevski, cada uno en el momento histórico que le tocó vivir, se negaron a caer en la tentación revolucionaria, porque se dieron cuenta, muy pronto, de que el despotismo contra el cual se luchaba aparecía siempre, subyacente, en los grupos revolucionarios
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