miércoles, 12 de agosto de 2009

El Dostoyevski de Isaiah Berlin





El 22 de diciembre de 1849 Fiódor M. Dostoyevski, junto a un grupo de hombres acusados como él de revolucionarios, esperaba su turno en el cadalso: en menos de cinco minutos iba a ser fusilado por decreto del Zar. En ese momento, Dostoyevski tenía 28 años de edad y aún no había escrito ninguna de sus obras capitales. Como le sucedería a cualquier persona condenada a muerte, él no logró entender en un principio a qué se referían sus verdugos con la palabra “indulto”, ni con la nueva condena a trabajos forzados en Siberia que se le imponía. Toda la angustia de aquellos instantes previos al disparo, que lo marcaría necesariamente por el resto de su vida, quedaría inmortalizada, años más tarde, en El idiota. “Hay que tener presente”, dice en ella Dostoyevski, por medio del príncipe Mischkin, “que el dolor principal, el más fuerte, es posible que no esté en las heridas, sino en que sabes de fijo, ¿quién sabe eso de fijo?, que dentro de una hora, luego dentro de diez minutos, luego dentro de medio minuto, luego ahora, ahora mismo, el alma se te escapará del cuerpo y ya dejarás de ser hombre”. Según Isaiah Berlin, fue ese dolor principal, junto con el sufrimiento posterior en sus años de Siberia, el que llevó a Dostoyevski a desligarse por completo de las ideas revolucionarias que en su juventud había defendido.
Es interesante recordar que una parte importante de las personas que han relacionado a Dostoyevski con los orígenes de la Revolución de Octubre lo han hecho apelando únicamente a sus obras literarias. El ejemplo más notable quizá sea el de Bertrand Rusell quien, explicando la Revolución a Laddy Ottoline, comentó alguna vez que, a pesar de lo aterrador del despotismo bolchevique, quizá fuera éste el tipo de gobierno más adecuado para Rusia; y luego concluyó explicando que esto se puede entender “si se pregunta cómo gobernar a los personajes de Dostoyevski”. Pero en esta suerte de extravío quijotesco, en el que la vida y la literatura son una misma cosa, suele olvidarse la participación de Dostoyevski en los grupos de la intelligentsia, y más precisamente en el círculo de Petraschesvkii. Isaiah Berlin, en su libro Pensadores rusos, no deja de lado esta parte biográfica del autor, aún cuando en su obra Demonios, Dostoyevski terminó separándose absolutamente, de un modo crítico y mordaz, de la revolución que se pedía a gritos a finales de siglo en las calles de Moscú y de San Petersburgo.

La intelligentsia
La razón por la que Berlin incluye a Dostoyevski en su grupo de pensadores rusos para hablar de la Revolución de Octubre tiene que ver con su propuesta de que los antecedentes de la misma se remontan a principios del siglo XIX, a los años de la intelligentsia, y aún más atrás, al reinado, entre 1672 y 1725, de Pedro el Grande. En efecto, fue Pedro el Grande quien decidió promover la formación de una élite moderna y cosmopolita en Rusia, por medio de la creación de un decreto oficial que obligara a los hijos de la nobleza a estudiar en Europa. De este modo, con el pasar de los años se fue creando en Rusia un grupo minoritario de hombres cultos que tenían que convivir con la masiva ignorancia y la terrible miseria en la que se hallaban sumidos los siervos. Y, en adelante, esta escisión no haría otra cosa que incrementarse, en especial con la llegada de los gobiernos zaristas represivos que siguieron al de Pedro el Grande. Fue por esto, como afirma Berlin, que surgieron en Rusia los primeros aires revolucionarios: “entre opresores y oprimidos”, recuerda en su libro, “existía una pequeña clase culta, casi toda de lengua francesa, consciente de la enorme brecha entre el modo en que podía vivirse la vida, o se vivía en Occidente, y el modo en que vivían las masas rusas”. Necesariamente, esa pequeña clase educada y liberal, surgida de las clases nobles e influida por el clima revolucionario de Europa, se sintió obligada a buscar soluciones en nombre de los siervos. Y así, en 1830, nació la intelligentsia.
Según Isaiah Berlin, los miembros de la intelligentsia se sentían unidos por algo más que un simple interés por las ideas: “se consideraban como una orden dedicada casi como un sacerdocio seglar, consagrado a difundir una actitud específica ante la vida, algo parecido a un Evangelio”. Y, en sus reuniones, solían discutir las más elevadas ideas sobre el futuro de Rusia, todas las cuales incluían el derrocamiento del Zar. Dostoyevski comenzó a participar de las ideas de la intelligentsia tan pronto como empezó a frecuentar el círculo de Petraschsevskii y terminó siendo condenado a muerte por leer en voz alta una carta abierta que Belinsky escribió a Gogol. Por supuesto, no se trataba de una carta cualquiera: en ella, según explica Berlin, Belinsky hacia un ataque “excepcionalmente elocuente e iracundo” al régimen.
En ese momento, ni Dostoyevski ni los miembros principales de la intelligentsia podían imaginar que sus elevadas ideas darían paso a la posterior destrucción revolucionaria. Pero ésta fue, justamente, la consecuencia directa de aquellas “inocentes” reuniones de intelectuales: según Berlin, estos pensadores y escritores, “pusieron en movimiento ideas destinadas a surtir efectos cataclísmicos no sólo en Rusia, sino mucho más allá de sus fronteras”.

Una novela-panfleto
En 1870, Dostoyevski envió una carta a su editor, Nikolai Strájov, en la que dibujaba un primer esbozo de lo que sería su próxima novela. “…no me refiero a la parte artística sino a la tendencia”, le escribió en ella a modo de confesión, “quiero expresar ciertas ideas aunque se vaya a pique todo lo artístico. Las ideas que se han ido acumulando en mi cabeza y en mi corazón reclaman salida; aunque solo resulte un panfleto, diré allí todo lo que tengo en el alma”. En ese momento, los años de la intelligentsia habían quedado atrás y, en su lugar, los jóvenes radicales, cansados de las discusiones teóricas y guiados por actitudes como el nihilismo o la anarquía, habían comenzado a destruir y blasfemar buscando cambios inmediatos: los efectos cataclísmicos de las ideas en movimiento habían comenzado a hacerse sentir en las calles. Ya desde ese entonces podía intuirse la futura Revolución. Dostoyevski, ante el horror de ver cómo estos grupos radicales habían tomado las elevadas ideas de la intelligentsia para servirse de ellas en su terrorismo, se vio llamado por la necesidad a escribir sobre los “demonios” de la revolución.
Pero en su obra Demonios, si bien Dostoyevski habla de esas ideas que “tiene en el alma”, no lo hace quedándose en la descripción abstracta de las mismas, sino que nos presenta al hombre que las encarna. Es por esto que André Gide comentó que las obras de Dostoyevski, aún siendo tan densas de pensamiento, “no son nunca abstractas, sino novelas” lo que las convierte, de inmediato, en “los libros más palpitantes de vida” que él conoció. Dostoyevski, en Demonios, nos brinda el momento en que esas ideas entran en la vida de los hombres y se convierten en fuente de pathos, esto es: cuando salen del terreno conceptual y tienen que compartir el espacio de los afectos y de la vida de un hombre. Así, su novela-panfleto terminó por convertirse más bien en una novela del alma.

La idea robada, el drama dostoyevskiano
El viejo intelectual Stepán Trofímovich no es, ni remotamente, el personaje principal de Demonios; sin embargo, es su historia la que abre la novela, ocupando toda la primera parte de la misma. Al igual que Berlin, Dostoyevski sintió la necesidad de comenzar su relato sobre los jóvenes radicales de los años 70 remontándose a la historia de la intelligentsia, encarnada por él en esa figura lastimera del olvidado Stepán. Sin embargo, esa intelligentsia que muchos años más tarde recrearía Berlin con cierta reverencia, está representada por Dostoyevski, en la figura de Stepán, de un modo un tanto burlesco. En efecto, el tono con que el narrador nos relata los pormenores de su vida responde a una suerte de parodia: Stepán, dice el narrador, había tenido “un minutillo” de gloria y reconocimiento pero, para el momento de los acontecimientos de la obra, había decaído hasta convertirse en un “carcamal” como consecuencia de la aparición de las “nuevas ideas”.
Estas “nuevas ideas” serán encarnadas por Piotr, el hijo de Stepán, líder de los “demonios”. En la obra, la relación que Dostoyevski nos presenta entre el padre y el hijo termina por trascender lo individual y pasa a representar la lucha de generaciones de la Rusia de finales de siglo: la lucha entre los viejos hombres idealistas que algún día compartieron las ideas de la intelligentsia y los jóvenes radicales, dispuestos a derramar sangre en busca de cambios inmediatos. Este drama generacional era el que Dostoyevski se proponía a representar en un principio, en los primeros esbozos de su novela. Pero, como veremos, éste fue cediendo el espacio protagónico de la obra a otro drama distinto, con la inclusión de un misterioso personaje llamado Nikolai Stavroguin.
A pesar de que Stavroguin se colocará en el centro de la obra, el drama subyacente de la lucha generacional no desaparecerá; en efecto, Stepán se convertirá en su tutor. Por esto, a pesar de que la obra en su totalidad es bastante compleja y no puede minimizarse en una única explicación, podemos afirmar que esa idea de la intelligentsia “robada” por los jóvenes radicales forma parte del centro de la obra. En efecto, el narrador comenta al principio del relato que Stepán solía exclamar, en arrebatos de inspiración, lo siguiente: “Oh amigo mío, no puede usted figurarse qué pena y qué rabia se apoderan de su alma cuando lleva usted mucho tiempo venerando una gran idea y vienen de pronto y se la roban a usted unos ignorantes y la lanzan, con otros necios como ellos, a la calle y allí se la encuentra usted, de pronto, expuesta a todos los golpes, sin pizca de respeto, caída en el fango, abandonada en un rincón, falta de proporción, de armonía, juguete de estúpidos chicos!”
En su obra, Dostoyevski no se queda con una simple recreación de lo que sucedía en esos años, sino que se adentra de modo reflexivo en esa gran contradicción que existe entre las ideas y las acciones. Stepán es un hombre idealista, que de tanto vivir en las alturas de sus ideas, termina incapacitado para la vida práctica, cotidiana. Su opuesto absoluto está representado en su hijo Piotr, quien, interesado en la acción inmediata, resulta incapaz de entregarse a la reflexión previa. Así, Dostoyevski nos presenta en el padre y el hijo a los dos tipos de revolucionarios: el intelectual y el actor, ambos perdidos en los extremos radicales de su carácter.

El vacío de la revolución
En una carta que envió a Káktov, Dostoyevski comentó que el personaje de Piotr se le antojaba “medio grotesco” porque, aunque aparecía “en el primer plano de la acción” no era “sino algo secundario dentro de la acción de otra personalidad” que debía considerarse “como el verdadero protagonista de la obra”. Se refería, por supuesto a Nikolai Stavroguin. Fue Nikolai Berdiaiev quien comentó en alguna ocasión que las novelas de Dostoyevski se estructuraban alrededor de una figura central hacia la cual confluían todos los otros personajes. Según su propuesta, esta figura terminaba por ejercer su influencia sobre los demás personajes, constituyéndose en el enigma que todos procuraban conocer. Esto es, exactamente, lo que sucede con el personaje de Stavroguin en Demonios.
En un principio, cuando Dostoyevski comenzó a esbozar su novela-panfleto, toda la trama iba a girar únicamente en torno al personaje de Piotr. Sin duda, fue gracias a la inclusión del personaje de Stavroguin que la obra terminó de tomar forma y se convirtió en el clásico que es hoy en día. Junto con Stavroguin, a la obra entró el misterio, el eros y el mal. Todas las mujeres de la obra gravitan en torno suyo, sólo existen porque él existe. Por esto, de no haber sido incluido Stavroguin, la obra de los demonios trataría únicamente sobre la revolución; gracias a él, fue lo panfletario lo que terminó “yéndose a pique”. Pero a Isaiah Berlin, en su libro sobre pensadores rusos, lógicamente le interesa menos toda la complejidad artística que logra Dostoyevski con la extensa gama de personajes que incluye en su obra que la crítica que en ella hace sobre la revolución. Y en ésta también participa, necesariamente, Stavroguin.
La obra en su totalidad gira en torno a las conspiraciones revolucionarias que llevan a cabo los “demonios”: el grupo de jóvenes radicales que generan la destrucción en la ciudad de provincia donde se desarrollan los acontecimientos. Piotr se yergue desde el comienzo como el cabecilla del grupo de hombres que desvirtúan el legado de Stepán y que están dispuestos a cortar cabezas en nombre del “bien de la humanidad”. Sin embargo, como lo van demostrando los hechos, a pesar de que todos claman por los cambios revolucionarios y se prestan para la destrucción e incluso para el asesinato, ninguno de estos hombres tiene una verdadera noción de lo que hace, ni de la razón por la cual lo hace. Todos saben, como hace notar uno de ellos, que Stavroguin está de un modo misterioso en el centro de la acción, y todos saben también que deben obedecer (y temer) a Piotr. Eso es todo: Dostoyevski no tendrá el menor reparo en demostrarnos el vacío y el ridículo que se esconde tras la palabra “revolución”.
Y, en efecto, es justamente este vacío el que termina evidenciándose en el momento en el que Piotr devela su “idea”. En ese punto, la destrucción es inevitable: todos, excepto Stavroguin, han caído en las redes de Piotr. Y entonces éste confiesa el verdadero plan que se escondía tras esa promesa de bienestar para la humanidad: derrocar al zar y colocar en su lugar a Stavroguin, un nuevo zar, un impostor. Ni más ni menos que eso: quitarle el poder a quien lo ostentaba para agarrarlo para sí. Ese era el verdadero cambio por el que, engañados, lucharon los “demonios”. Varios años después de la muerte de Dostoyevski, los bolcheviques materializarían la idea de Piotr: tal y como lo han hecho todos los “revolucionarios” en la historia.

El Dostoyevski de Isaiah Berlin
En su libro sobre los pensadores rusos, Berlin comenta que Dostoyevski “llegó a detestar toda forma de radicalismo y socialismo (y de secularismo, en general), por lo que claramente trató de minimizar su participación, e hizo una célebre caricatura de la conspiración revolucionaria”. Se refiere, por supuesto, a Demonios. Como vemos, Berlin se limita a narrar este hecho: no toma partido, y tampoco deja de tomarlo, por la nueva postura de Dostoyevski. Sin embargo, guiado por su carácter de hombre liberal, Berlin deja entrever en sus palabras una absoluta simpatía por el autor de la caricatura de la conspiración. Después de todo, tanto Berlin como Dostoyevski, cada uno en el momento histórico que le tocó vivir, se negaron a caer en la tentación revolucionaria, porque se dieron cuenta, muy pronto, de que el despotismo contra el cual se luchaba aparecía siempre, subyacente, en los grupos revolucionarios
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